La Novia Equivocada Novela de Day Torres

LA NOVIA EQUIVOCADA By Day Torres CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1. La mujer sin nombre

velocidad, pero Amelie logró agarrar a la pequeña por la cintura y tirarla fuera del camino justo a tiempo para evitar que la camioneta la impactara. Sin embargo, aunque la camioneta frenó tanto como se pudo, no logró evitar que le diera, y Amelie fue empujada un par de metros por el golpe. La niña corrió de nuevo hacia ella mientras lloraba, asustada, y el hombre se acercó corriendo. —¡Gracias! —le dijo asustado—. Mi jefe me mataría si algo le pasara a la niña Sophia. Amelie estaba temblando, no solo por lo cerca que había estado de ser atropellada, sino porque sabía lo que podría haberle pasado a la niña si ella no hubiera actuado rápidamente. Pero la pequeña estaba aún más asustada que ella. —¿Sophia, así te llamas? —le preguntó con cariño, tratando de calmarla, y la niña asintió—. Tranquila, princesa, no pasó nada, las dos estamos bien. ¿Ves? La pequeña estaba temblorosa, así que Amelie se quitó uno de los cuatro dijes de su pulsera, y se lo colocó en la fina cadena que la pequeña traía al cuello. —Esta es una medallita de San Cristóbal, el protector de los niños. Siempre te va a proteger, ¿de acuerdo? Nada te va a pasar mientras la lleves. —Sophia miró la medallita, por un lado estaba el santo y por el otro un nombre. Amelie le dijo adiós con una sonrisa, pero el hombre la detuvo. —Espere… ¡déjeme pagarle por esto! —dijo extendiéndole un cheque y a Amelie casi se le salieron los ojos al ver todos los ceros en el papel. ¡Eran cincuenta mil dólares! ¡Era como una fortuna para ella! Pero por más que ese dinero le resolviera la vida, terminó negando. —Lo siento, pero no puedo aceptarlo. La vida de un niño no tiene precio. Con su agradecimiento y saber que Sophia está bien, me conformo. Amelie se alejó de allí cojeando un poco y se subió al auto de servicio de la casa, que le habían prestado para que fuera a la entrevista, mientras tras ella el hombre y la niña se quedaban mirándola. Pocos minutos después los dos entraban al edificio y enseguida los llevaban con el dueño. Nathan King, el presidente del Grupo KHC, estaba muy ocupado cuando le anunciaron que su hija estaba llegando. A pesar de eso, canceló todas sus reuniones y dejó todo lo que estaba haciendo, y cuando la pequeña entró a la oficina, abrió los brazos y la abrazó con fuerza. —¡Mi amor! —exclamó—. ¿Qué sucedió? ¿Por qué lloraste? —preguntó furioso al ver sus ojos enrojecidos. Frente a él el guardaespaldas de la niña bajó la cabeza. —Fue culpa mía, señor. No la protegí como debía. Pero Sophia no le hizo caso al guardia y se abrazó a su papá con más fuerza: —Papá, una chica me salvó de ser atropellada por un auto. —Lo siento, señor King. La niña se escapó de mi vista un segundo y… —se disculpó el guardaespaldas. —¡No me importa! —le interrumpió Nathan exasperado—. ¿Cómo pudiste perderla de vista? Yo te pago para que vigiles a mi hija, no para que… —Sus palabras fueron cortadas cuando Sophia levantó la mirada hacia él. —Papi, no fue su culpa —dijo entre lágrimas—. Fue culpa mía, yo… quería ver los juguetes en la tienda y… Nathan suspiró. —Ya está bien, no pasa nada, ya estás aquí conmigo, pero dime ¿quién te salvó? —Ella no nos dijo su nombre —respondió la niña—. ¡Pero me regaló una medallita muy linda! ¿Ves? Nathan miró la medalla de San Cristóbal. Definitivamente era una pieza de joyería antigua y exquisita, aunque no demasiado cara. El presidente frunció el ceño. —Es hermosa, mi amor. —Ella también era muy hermosa, tenía una linda figura y ojos azules como el mar —respondió Sophia—. Aunque cuando se fue estaba cojeando. Nathan asintió, eso quería decir que se había lastimado salvándola. —Bueno, si eres tan buena describiéndola, tal vez podrás dibujarla para que podamos encontrarla y darle las gracias. La niña asintió y se sentó a dibujar en la mesa de su papá, y Nathan llamó aparte a su guardaespaldas. —¿De verdad no sabes de quién se trata? —gruñó—. ¿Qué es? ¿La mujer sin nombre? —No señor, insistí en darle una recompensa, le hice este cheque… —dijo mostrándole el cheque de cincuenta

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